Carta 3
Madame (en francés significa algo así como dama):
Hoy me levante con ganas de escribirle otra carta, y me pregunté: ¿por qué hoy me levante con ganas de escribirle otra carta? No me respondí, en cambio, me hice otra pregunta: ¿por qué me pregunté la pregunta de por qué hoy me levante con muchas ganas de escribirle otra carta? Tampoco me respondí. ¿Por qué uno se anda preguntando siempre por el por qué de las cosas? Es como creer que todo tiene un por qué; una creencia tonta que nos atasca en un fango de puras dudas. No digo que las cosas no tengan un por qué o un principio (y un final, por supuesto), lo que quiero decir es, que, si lo tienen, ¿por qué habría de importarnos? Y otra, ¿por qué nos interesa tanto el pasado y el futuro si no vivimos ni en el uno ni en el otro sino en el presente? Por eso vienen los problemas: por no disfrutar del presente. Pero en fin, creo que hay cosas que nomás no se examinan y sólo se sienten… se viven, sin principio ni final. Sin ‘por qués’. Como estas ganas tan grandes que tengo de contarle un “sin fin” de cosas que yo siento y que vivo.
Sabe, ya ha pasado mucho tiempo desde que le escribí la primera carta; esa primera carta donde le confesé el amor tan grande y sobre todo la admiración y el respeto que siento por usted. Usted, mi Helena mexicana, sí señor; porque si hay un Ulises criollo de uno que “va con celos”, ¿por qué no ha de haber una Helena mexicana mía, que “voy siempre sereno”?, me pregunto yo, en lo más adentro de mi corazón indómita y revolucionario. Por cierto, ¿sabe usted quien es Helena? Yo no sabía, pero si hace memoria un poquito recordará que le dije que mi abuelito, que ya murió, me dejo muchos, pero muchos libros que yo prometí leer en su nombre.
Un día, estaba haciendo mucho viento y la ventana de mi cuarto se azotaba y no me dejaba dormir; era de noche. Ya estaba queriendo pegar los ojos, cuando de repente… ¡Pass!, se azotaba de nuevo, así que lo que hice fue agarrar un librote enorme, de esos pesadotes, y lo puse en la ventana de tal manera que impidiera que se siguiera zangoloteando con el aire. De nuevo ya estaba queriéndome dormir cuando… ¡Puta madre! Me cayó el monumental libro en la cara; ¡ah!, todavía me acuerdo del golpezote que me dio. Ya no me dormí. La ventana siguió sacudiéndose con las ráfagas de aire como si estuviera bailando algún tipo de danza africana y no tuve de otra; me levanté y encendí la luz con el libro en la mano. Era un libro café que en la pasta tenía unas letras doradas que decían: la Ilíada. Bueno, las letras no decían nada porque no hablan, pero en la pasta estaba escrito: la Ilíada. Lo abrí al “ay se va” y me puse a leerlo, total, la ventana no me dejaba dormir. Me di cuenta que en ese libro hablaban de una mujer llamada Helena, una joven, que el poeta que escribió el libro, que por cierto se llama igual que el de los Simpson, describía como la hembra más hermosa de Grecia; y al ser robada (o algo así) desencadenó toda una pelea a muerte entre dos ejércitos de aquellos tiempos: los aqueos y los troyanos. Era la esposa de un tal Menéalo o Menelao, no me acuerdo bien, pero este cuate se enojó, llamó a sus camaradas y: ¡órale canijos o me regresan a mai guaif o les partimos en su madre aquí mis cuates y yo! Y cómo no se va a enojar, digo yo, si le están quitando a su complemento, a su media naranja, a su chorreada. Pero bueno, con decirle que hasta la ciudad de Troya quemaron por culpa de ese altercado. ¡Ay dios!, estas mujeres hermosas que provocan matanzas por culpa del guiño de sus ojos...
Bueno, ahora ya sabe quién es Helena. Entonces ahora comprenderá por qué le digo mi Helena mexicana; la mujer más hermosa que he visto con estos ojos que se han de comer los gusanos.
No sabe cómo a veces me aterra eso. ¿Qué? Pues eso. Lo de los gusanos. Pensar que algún día moriremos y… nos comerán los pinches gusanos. ¡Maldita sea! (no usted, sino la suerte), no quiero que se la coman. A usted, tan hermosa, con sus labios tan rojos y tan llenos de carne. ¡No, no! Me rehúso a que después de muerta sea usted un festín para gusanos, aunque creo que en vida de cierta manera ya lo es y… también me rehúso.
He visto como la miran los hombres. Yo no la miro. La veo, y ver es diferente. Es como no mirar, no mirar con los ojos. Los hombres han aprendido a verla con los ojos. A verla porque pasa. Yo no. Yo la veo, y ver es poder mirarla cuando usted no está. A veces la veo sin mirarla. En mí mismo. Por momentos la veo dibujada en la sonrisa de la imagen que me devuelve el espejo. A veces la veo dándome la mano para poder levantarme a las siete de la mañana para ir a la escuela. En ocasiones le encuentro al filo de mi cama con un libro de ficciones entre sus manos; entre esas manos que parecen de algodón. Y me mira usted, fijamente, con unos ojos tan profundos pero a la vez tan claros, mientras esboza una sonrisa que parece un murmullo de viento alegre, y puedo verme en ellos, en sus ojos, comiéndome una manzana color de rojo mientras extiendo la mano para ofrecerle un trozo del fruto que se desborda en destellos de luz, que logran reflejar el verdor de sus pupilas serenas. Eso es ver, y no ocupo mirarla, pues aun así la veo y no ocupo de mis ojos… de estos ojos que ya no importa si se los comen los gusanos. En fin, nosotros al igual que todo, no tenemos ni principio ni final, ni por qués. La vida es un largo instante que nunca termina si se tiene un sentido para vivir ese instante. Y usted lo tiene. Estoy seguro de eso, y sé, como le dije antes, que usted también lo sabe.
Pero, ¿quién es el, o son los, o es la, o son las, de la foto? ¿Sí me entendió la pregunta? Bueno, me entendió o no y sea quien sea, sé que usted derrama sus transparentes lágrimas de agua Ciel por ver esa fotografía y sabe, creo que uno llora únicamente por dos causas muy sencillas. La primera es la más usual de todas: el dolor físico que puede causarnos un cintarazo más o menos proporcionado de nuestro progenitor (o progenitora, dependiendo del gusto, pero del gusto de ellos no de uno) cuando se orina uno en la cama o cuando nos dejan encargado en una casa y al momento de que los papás llegan a recogernos, la señora, que por lo general es una vieja chismosa y antipática, le dice a la mamá con una entonación en re mayor típica de una experta en comunicación para efectos coercitivos: “pues fíjese que el niño sufre, cómo decirlo, de hiperactividad, sí, eso es, hiperactividad, porque no se estuvo quieto en toda la tarde, además de que vomitó la comida en la mesa diciendo que en Katmandú, Islas Galápagos y Mozambique es señal de buenos modales”. Uhh, y así hay un sin fin de ejemplos donde la condition sine qua non (como dice en algunos libros) en todos ellos, es el dolor físico que puede ocasionarnos un buen porrazo (el “buen” es en sentido figurado, porque no creo que exista un porrazo que agrade al tacto). Pero hay otro tipo de causa que puede hacerlo llorar a uno, y también es una causa dolorosa, pero es un dolor que no duele; que no duele de doler sino de entristecer. Porque no se siente el dolor en ningún lado pero llora uno de todos modos. Y creo que usted lloraba por esa causa.
El día en que se murió mi abuelito sentí ese dolor y… lloré. Me dio mucha tristeza ver a mi papá llorando. “Se murió tu tata”, me dijo, y me abrazó bien fuerte, tan fuerte que me sacó agua de los ojos... me exprimió como una esponja de lavar los trastes.
Mi mamá lloraba también, pero no me conmovía tanto como mi papá porque siempre la miraba llorar. Hay una lista enorme de las cosas que hacen llorar a mi mamá:
1.- Las telenovelas de Televisa.
2.- La escena donde se quema el Torito y Pepe el Toro llora.
3.- La navidad que no puede ir a visitar a sus padres.
4.- Cuando saco un cinco en la escuela.
5.- Cuando alguna vecina se enoja con ella.
6.- Las telenovelas de TV Azteca.
7.- Mi pensamiento indómita, revolucionario, y según ella, loco.
8.- Cuando mi papá le levanta la voz y la regaña.
9.- Cuando se le pierde dinero de las cundinas (porque hay un secreto que nadie sabe sólo yo: mi mamá hace cundinas con las señoras del mercado. Esa es su otra personalidad oculta).
10. Y para rematar: Mujer casos de la vida real…
En cambio nunca había visto llorar a mi jefe, hasta parece espartano. Dicen que los espartanos no lloraban, que eran bien estrictos y bien secos; bueno aquí nadie dice nada de los espartanos, pero lo leí en un libro de historia de esos con mapas y todo. ¿Sabe cómo di con estos cuates, los espartanos? Fue un día en que descubrí que Zaratustra era persa. ¿Se acuerda que le hablé de él? A bueno, pues era persa. ¿Pero qué es persa?, dije yo, y fui al diccionario rápidamente y ahí decía que los persas son de Persia. Agarre el libro de historia para fijarme en los mapas y ver donde estaba Persia pero ¿qué cree? Le faltaba esa página. Pero leí la de los espartanos y me quede con la boca abierta. Ahí venia escrito que los espartanitos, o sea los hijos de los espartanos (y de las espartanas por supuesto) no vivían en el dulce hogar que vivimos ahora. Si nacían sanos eran regalados al estado para que fueran criados para la guerra y los dejaban como tres días a la intemperie para ver si iban a soportar la educación de guerrero. Bueno, todo esto si nacían sanos, porque si algún tímido espartanín salía con cierto defecto físico, ¡oh no!, “mucho malo”, lo tiraban al vacío desde lo alto de un monte escarpado. Uh, y que decir de las pobres espartanitas; todo era cuestión de que hubiera una sobrepoblación de mujeres y ¡sopas!, boleto gratis hacia el mundo de Gasparín el fantasma, también. Méndigos espartanos no tenían corazón. Bueno, sí tenían corazón, sino cómo iban a vivir ¿verdad?
En realidad mi papá no es como un espartano, más bien fue como un espartanito, al que la vida, y mi abuelita Isaura Martina, (y cuidado el que le diga nomás Isaura o nomás Martina; neta que sí se enoja) trataron con mano dura. Mi abuela, esa sí que era una espartana de hueso colorado; en cambio mi abuelo... ah, un duvalín de fresa con avellana.
Pero le digo que nunca había visto llorar a mi papá, yo pensé que no lloraba, pero no manches era su padre... era mi abuelo, mi abuelín, el gran don Telesforo Cervantes (que en paz descanse o descanse en paz; no importa el orden, lo que importa es que descanse el viejín).
Sabe, creo que la muerte existe sólo porque la gente llora, porque imagínese usted que todos, todos, toditos, toditititos nos muriéramos de un jalón por causa de algún choque planetario o una bomba atómica. ¿Quién iba a llorar nuestra muerte? Pues nadie. Entonces muerte sin llanto no es muerte. Sería como apagar la tele cuando ya nadie la está viendo. ¿A quién le importa? Pues a nadie. ¿A quién afecta? Pues a nadie ¿A quién hace llorar? Pues a nadie. Pobre Nadie, cómo se preocupa por nosotros. A mí se me hace que el señor de arriba no se llama YHVH —como le dijo a Moisés cuando éste le pregunto: “¿oye y qué onda cuando llegue con estos cuates de Israel y me pregunten cómo te llamas? A pues les dices que ‘yo soy el que soy’, y ya; tú no te hagas mucha bronca Mois—. A mí se me hace que se llama “Nadie”. ¿No lo cree usted? O si no fíjese en las expresiones de la gente: “me siento mal porque no vino nadie” o “nadie me quiere” o ¿no hay nadie?, que en realidad quiere decir: ¿no está el omnipotente aquí?, o mejor dicho: ¿existe un todopoderoso? ¿Me explico? Yo sé que sí. ¿Sí? ¿No? Bueno.
Pero en serio, volviendo a lo de la fotografía, a mí se me hace que el contenido de esa foto debe de ser muy valioso para usted, tan valioso para que esos hermosísimos ojos se irriten del lagrimal de tanto llorar, y esa afiladita nariz se ponga como la del reno de santoclos de tanto segregar mocos. Además, le digo que aquella vez usted lloraba, y por la causa dos. La del dolor sin dolor; la del dolor por la ausencia… ausencia de lo querido; de lo amado. ¡Ay!, no cabe duda que la ausencia, la mera ausencia, el espacio vacuo… ¡la nada!, hace que pensemos en las cosas ¿verdad? La nada. Esa nada que no es nada pero que lo es todo. Esa nada con la que nos encontramos cuando estamos angustiados. Porque es en la experiencia de la angustia cuando pensamos, no en las cosas, sino en la nada de estas cosas… en lo efímera que es nuestra existencia dentro del largo transcurrir del tiempo eterno. Es también en ella cuando sentimos que nos vamos montados en nuestros pensamientos, para llegar de nuevo hasta nosotros mismos, pero ahora con una conciencia que nos grita al oído: “!despierta, no te duermas aun!… el día todavía no acaba”. La nada es el espejo donde se refleja la vida… es el fundamento de la existencia. ¿No lo cree? Es por eso que le digo que ella nos hace pensar en las cosas. Y que recordemos, y a veces lloremos, por tantas sonrisas, tantas miradas, tantos olores que sabemos no volverán. Pero esas son cosas que no pueden volver porque nunca se van… quedan en todo. En nuestro corazoncito de melón, y en los recuerdos de nuestras mentes… en nuestras vidas. Bien dicen: “la vida no es como uno la vive, sino uno como la recuerda”. Y yo recuerdo a mi abuelo, y en mi mente recreo las horas en que me contaba historias fantásticas de cuando andaba en la selva africana junto con Tarzán III, montado en un elefante rosa y salvaron a una princesa de morir en manos de unos caníbales vegetarianos; de cuando fue a la luna en un cohete chiflador que él mismo construyó con pólvora que le había regalado un hijo de Confucio; de cuando fue pescador en Cuba y peleaba contra unos tiburones como de diez metros y… no era cierto. Después de su muerte descubrí que nunca estuvo en Cuba, ni en la selva africana, mucho menos en la luna. Tampoco fue pescador, ni conoció a Tarzán III ni al hijo de Confucio, pero no importa, lo que importa es que no importa lo que importa: nunca me falló.
Cierro mis ojos y pienso en aquellas noches de invierno, cuando me daba miedo e iba y me dormía junto con él es su catre. Uta, su olor de viejito era el olor de la protección. ¡Adiós Llorona, hasta la vista Freddy Crugger, al ratón le gusta el queso conde Drácula!… “Con mi abuelito todos se la persignan canijos”, pensaba, mientras lo abrazaba y escondía mi rostro entre su pecho peludín, oloroso y confortable.
Bueno, me está llamando mi mamá para cenar y tengo que dejar de escribir. ¿Le confieso algo? Hace como diez minutos que le vi pasar, a usted, no a mi mamá, y como siempre, pude disfrutar de su aroma de chicle de fresa. Por cierto fue en ese instante cuando dije: “no manches es una Helena... una Helena mexicanota”. Bueno, sólo espero que le vaya muy bien y que “Nadie” me la cuide. ¿A quién? Pues a usted. Bueno, me despido pero no sin antes lanzarle un: Je t´aime (que significa: te amo, pero en francés también) directo al corazón.
Talvez nunca me atreva a dirigirle la palabra personalmente; talvez nunca llegue a saber qué es lo que contiene esa fotografía. De lo que estoy seguro es que mientras usted pueda recordar y llorar por los recuerdos significa que está viva, y la vida es movimiento, y el movimiento es la oportunidad de caminar por un camino… por un camino que tenga corazón… por un camino que sea su camino. Mi abuelo solía repetirme una frase todos las días, antes de que me fuera a la escuela: “!Carpe diem!”, me gritaba desde la puerta. Después agachaba tristemente su rostro y susurraba: “…memento mori”. Es en latín, y su significado contiene las más bellas palabras que hasta hoy he podido escuchar: “Disfruta de este día… recuerda que vas a morir”. Y son estas palabras las que quiero regalarle, ¿las acepta?
Bueno, no me queda más que decirle gracias, gracias por existir bella mujer, y permítame repetirle que es usted maravillosa… “Si en esta vida no existieran: usted, mis padres (aunque me regañen), mi amigo Joselito, los ‘hermosos recuerdos’ y las películas de Jackie Chan, no quisiera vivir”. Porque la vida no es como uno la vive, sino como uno la recuerda y de usted conservo los más bellos recuerdos… recuerdos de aquél día en que extendió su frágil mano para ofrecerme aquél vaso de agua, aquella mirada… aquella sonrisa azul…
Atentamente: Yo… ¿No le he dicho mi nombre? ¿Sí? ¿No? Bueno.