martes, 29 de septiembre de 2015

CONFUNDIDA

(Texto elaborado en colaboración, dentro de la dinámica #DesmenuzandoHistorias de +Lector@s en extinción . Mi participación se identifica en caracteres color negro).

Leonora recupera poco a poco la conciencia, lentamente abre los ojos, mareada, trata de moverse pero no puede; su cuerpo está paralizado, solamente puede mover la cabeza y eso con gran esfuerzo. confundida mira a su alrededor. Está en una habitación de hospital; paredes blancas, olor a antiséptico, una mesa con instrumento quirúrgico, una vitrina con medicamentos. No entiende que pasa.


¿Qué me pasó? ¿Por qué estoy aquí? ­—piensa asustada—. 

«Lo último que recuerdo es que estaba sentada a la orilla de la carretera dibujando las sombras de la tarde… pero que pudo pasar para encontrarme aquí en este lugar.

No puedo moverme, no se si han pasado solo unas horas o días el dolor que tengo es tan intenso». 

El silencio lo cubre todo. Hasta que el poderoso eco del timbre de un teléfono empieza a derrumbar el techo; las blancas paredes caen... y Leonora despierta.

—Amor, ¿ya estás lista? Recuerda que el vuelo para Guadalajara sale en una hora. Voy a pasar por ustedes, no tardo. Besos.

Leonora salta de la cama. Corre al ropero y saca su traje de viaje. Desesperada, toma una ducha, y como peleando contra las prendas comienza a vestirse.

Emilio entra a la recamara agitando los boletos.

—¿Qué te pasa, amor? —pregunta, tratando de encontrar el por qué de su retardo.

—Tuve un sueño —contesta.

—¿Un sueño?

—Sí. Un sueño —repite ella, mientras abrocha con dificultad la espalda del negro vestido.

—¿Y ahora de qué, Leonora?

—No lo sé. Estoy confundida. Sabes que siempre me confundo. Creo que los sueños son tan raros que pocas veces hallamos el modo de contarlos.


Después de decir esas palabras… Leonora despierta.

miércoles, 19 de agosto de 2015

MINERVA

Dicen que la esperanza muere al último. Pero, ¿muere realmente la esperanza o muere el esperanzado?


Minerva vivía en casa de paredes de lodo y techo de lámina. A las afueras, cerca del basurón, donde viven los olvidados. Noches de frío o calor, la misma historia de siempre, aquella que solía compartir sola con sus tres hijos, hasta el día de su muerte.

Había sido golpeada brutalmente por la vida, huérfana desde los 8 y casada a fuerzas con uno que desde sus años mozos, aun antes de darse cuenta que ya era una mujer, le convirtió en una maquina de hacer bebes. Cinco en total, de los cuales solo lograron ver la luz tres: Ana, Jaime y Rigo, este último ya de seis años.

Con todo, Minerva era mujer sonriente. Difícilmente se le observaba en molestia, aun a pesar de días enteros sobrellevados solamente con agua y un poco de pan. Sus hijos, que no conocían de padre, le amaban, y por las noches solían dormirse todos juntos sobre su el regazo, mientras ella les contaba historias de esperanza, donde curiosamente hablaba de princesas y genios que concedías deseos. 

A pesar de sus escasos 22, había perdido casi la dentadura completa, y fue en sus últimos días que se le observaba pálida, invadida de una tos incontrolable que acompañaba con pequeñas evacuaciones de sangre.

Murió la tarde de un miércoles de invierno. Todo mientras buscaba leña en los alrededores, para alimentar la fogata que le procurara calor a sus hijos. Su cuerpo cayó entre los espinosos arbustos y ahí permaneció por tres días, hasta que Rigo le encontró.

Al principio, el niño pensó que aquello eran los despojos de un animal, pero al ver con detenimiento lo que quedaba de una falda de colores, supo que no era así; y corrió Rigo con todas sus fuerzas hasta que encontró un adulto, y entre llantos y sollozos, mordiendo y desgarrando las palabras ultimó diciendo "mi mamita está allá... muerta entre unas ramas".

Como siempre, no fue sino hasta el final que Minerva atrajo a las autoridades, quienes le hicieron el favor de levantar su cuerpo para posteriormente depositarlo en una fosa común. Por su parte, Ana, Jaime y el desafortunado Rigo actualmente viven esperando un hogar adoptivo.

Minerva fue uno de los tantos casos de personas que vivieron y murieron agonizando en la esperanza... en aquella esperanza que les prometió un día diferente... un mundo que sacaría las narices de su ensimismamiento y tendería la mano al prójimo.

Pero eso nunca pasó.




lunes, 13 de julio de 2015

CARTAS PARA UNA HELENA (PARTE III) FINAL.

Carta 3




Madame (en francés significa algo así como dama):




Hoy me levante con ganas de escribirle otra carta, y me pregunté: ¿por qué hoy me levante con ganas de escribirle otra carta? No me respondí, en cambio, me hice otra pregunta: ¿por qué me pregunté la pregunta de por qué hoy me levante con muchas ganas de escribirle otra carta? Tampoco me respondí. ¿Por qué uno se anda preguntando siempre por el por qué de las cosas? Es como creer que todo tiene un por qué; una creencia tonta que nos atasca en un fango de puras dudas. No digo que las cosas no tengan un por qué o un principio (y un final, por supuesto), lo que quiero decir es, que, si lo tienen, ¿por qué habría de importarnos? Y otra, ¿por qué nos interesa tanto el pasado y el futuro si no vivimos ni en el uno ni en el otro sino en el presente? Por eso vienen los problemas: por no disfrutar del presente. Pero en fin, creo que hay cosas que nomás no se examinan y sólo se sienten… se viven, sin principio ni final. Sin ‘por qués’. Como estas ganas tan grandes que tengo de contarle un “sin fin” de cosas que yo siento y que vivo.

Sabe, ya ha pasado mucho tiempo desde que le escribí la primera carta; esa primera carta donde le confesé el amor tan grande y sobre todo la admiración y el respeto que siento por usted. Usted, mi Helena mexicana, sí señor; porque si hay un Ulises criollo de uno que “va con celos”, ¿por qué no ha de haber una Helena mexicana mía, que “voy siempre sereno”?, me pregunto yo, en lo más adentro de mi corazón indómita y revolucionario. Por cierto, ¿sabe usted quien es Helena? Yo no sabía, pero si hace memoria un poquito recordará que le dije que mi abuelito, que ya murió, me dejo muchos, pero muchos libros que yo prometí leer en su nombre.

Un día, estaba haciendo mucho viento y la ventana de mi cuarto se azotaba y no me dejaba dormir; era de noche. Ya estaba queriendo pegar los ojos, cuando de repente… ¡Pass!, se azotaba de nuevo, así que lo que hice fue agarrar un librote enorme, de esos pesadotes, y lo puse en la ventana de tal manera que impidiera que se siguiera zangoloteando con el aire. De nuevo ya estaba queriéndome dormir cuando… ¡Puta madre! Me cayó el monumental libro en la cara; ¡ah!, todavía me acuerdo del golpezote que me dio. Ya no me dormí. La ventana siguió sacudiéndose con las ráfagas de aire como si estuviera bailando algún tipo de danza africana y no tuve de otra; me levanté y encendí la luz con el libro en la mano. Era un libro café que en la pasta tenía unas letras doradas que decían: la Ilíada. Bueno, las letras no decían nada porque no hablan, pero en la pasta estaba escrito: la Ilíada. Lo abrí al “ay se va” y me puse a leerlo, total, la ventana no me dejaba dormir. Me di cuenta que en ese libro hablaban de una mujer llamada Helena, una joven, que el poeta que escribió el libro, que por cierto se llama igual que el de los Simpson, describía como la hembra más hermosa de Grecia; y al ser robada (o algo así) desencadenó toda una pelea a muerte entre dos ejércitos de aquellos tiempos: los aqueos y los troyanos. Era la esposa de un tal Menéalo o Menelao, no me acuerdo bien, pero este cuate se enojó, llamó a sus camaradas y: ¡órale canijos o me regresan a mai guaif o les partimos en su madre aquí mis cuates y yo! Y cómo no se va a enojar, digo yo, si le están quitando a su complemento, a su media naranja, a su chorreada. Pero bueno, con decirle que hasta la ciudad de Troya quemaron por culpa de ese altercado. ¡Ay dios!, estas mujeres hermosas que provocan matanzas por culpa del guiño de sus ojos...

Bueno, ahora ya sabe quién es Helena. Entonces ahora comprenderá por qué le digo mi Helena mexicana; la mujer más hermosa que he visto con estos ojos que se han de comer los gusanos. 

No sabe cómo a veces me aterra eso. ¿Qué? Pues eso. Lo de los gusanos. Pensar que algún día moriremos y… nos comerán los pinches gusanos. ¡Maldita sea! (no usted, sino la suerte), no quiero que se la coman. A usted, tan hermosa, con sus labios tan rojos y tan llenos de carne. ¡No, no! Me rehúso a que después de muerta sea usted un festín para gusanos, aunque creo que en vida de cierta manera ya lo es y… también me rehúso.

He visto como la miran los hombres. Yo no la miro. La veo, y ver es diferente. Es como no mirar, no mirar con los ojos. Los hombres han aprendido a verla con los ojos. A verla porque pasa. Yo no. Yo la veo, y ver es poder mirarla cuando usted no está. A veces la veo sin mirarla. En mí mismo. Por momentos la veo dibujada en la sonrisa de la imagen que me devuelve el espejo. A veces la veo dándome la mano para poder levantarme a las siete de la mañana para ir a la escuela. En ocasiones le encuentro al filo de mi cama con un libro de ficciones entre sus manos; entre esas manos que parecen de algodón. Y me mira usted, fijamente, con unos ojos tan profundos pero a la vez tan claros, mientras esboza una sonrisa que parece un murmullo de viento alegre, y puedo verme en ellos, en sus ojos, comiéndome una manzana color de rojo mientras extiendo la mano para ofrecerle un trozo del fruto que se desborda en destellos de luz, que logran reflejar el verdor de sus pupilas serenas. Eso es ver, y no ocupo mirarla, pues aun así la veo y no ocupo de mis ojos… de estos ojos que ya no importa si se los comen los gusanos. En fin, nosotros al igual que todo, no tenemos ni principio ni final, ni por qués. La vida es un largo instante que nunca termina si se tiene un sentido para vivir ese instante. Y usted lo tiene. Estoy seguro de eso, y sé, como le dije antes, que usted también lo sabe.

Pero, ¿quién es el, o son los, o es la, o son las, de la foto? ¿Sí me entendió la pregunta? Bueno, me entendió o no y sea quien sea, sé que usted derrama sus transparentes lágrimas de agua Ciel por ver esa fotografía y sabe, creo que uno llora únicamente por dos causas muy sencillas. La primera es la más usual de todas: el dolor físico que puede causarnos un cintarazo más o menos proporcionado de nuestro progenitor (o progenitora, dependiendo del gusto, pero del gusto de ellos no de uno) cuando se orina uno en la cama o cuando nos dejan encargado en una casa y al momento de que los papás llegan a recogernos, la señora, que por lo general es una vieja chismosa y antipática, le dice a la mamá con una entonación en re mayor típica de una experta en comunicación para efectos coercitivos: “pues fíjese que el niño sufre, cómo decirlo, de hiperactividad, sí, eso es, hiperactividad, porque no se estuvo quieto en toda la tarde, además de que vomitó la comida en la mesa diciendo que en Katmandú, Islas Galápagos y Mozambique es señal de buenos modales”. Uhh, y así hay un sin fin de ejemplos donde la condition sine qua non (como dice en algunos libros) en todos ellos, es el dolor físico que puede ocasionarnos un buen porrazo (el “buen” es en sentido figurado, porque no creo que exista un porrazo que agrade al tacto). Pero hay otro tipo de causa que puede hacerlo llorar a uno, y también es una causa dolorosa, pero es un dolor que no duele; que no duele de doler sino de entristecer. Porque no se siente el dolor en ningún lado pero llora uno de todos modos. Y creo que usted lloraba por esa causa.

El día en que se murió mi abuelito sentí ese dolor y… lloré. Me dio mucha tristeza ver a mi papá llorando. “Se murió tu tata”, me dijo, y me abrazó bien fuerte, tan fuerte que me sacó agua de los ojos... me exprimió como una esponja de lavar los trastes.

Mi mamá lloraba también, pero no me conmovía tanto como mi papá porque siempre la miraba llorar. Hay una lista enorme de las cosas que hacen llorar a mi mamá: 

1.- Las telenovelas de Televisa. 
2.- La escena donde se quema el Torito y Pepe el Toro llora. 
3.- La navidad que no puede ir a visitar a sus padres. 
4.- Cuando saco un cinco en la escuela. 
5.- Cuando alguna vecina se enoja con ella. 
6.- Las telenovelas de TV Azteca.
7.- Mi pensamiento indómita, revolucionario, y según ella, loco. 
8.- Cuando mi papá le levanta la voz y la regaña. 
9.- Cuando se le pierde dinero de las cundinas (porque hay un secreto que nadie sabe sólo yo: mi mamá hace cundinas con las señoras del mercado. Esa es su otra personalidad oculta). 
10. Y para rematar: Mujer casos de la vida real…

En cambio nunca había visto llorar a mi jefe, hasta parece espartano. Dicen que los espartanos no lloraban, que eran bien estrictos y bien secos; bueno aquí nadie dice nada de los espartanos, pero lo leí en un libro de historia de esos con mapas y todo. ¿Sabe cómo di con estos cuates, los espartanos? Fue un día en que descubrí que Zaratustra era persa. ¿Se acuerda que le hablé de él? A bueno, pues era persa. ¿Pero qué es persa?, dije yo, y fui al diccionario rápidamente y ahí decía que los persas son de Persia. Agarre el libro de historia para fijarme en los mapas y ver donde estaba Persia pero ¿qué cree? Le faltaba esa página. Pero leí la de los espartanos y me quede con la boca abierta. Ahí venia escrito que los espartanitos, o sea los hijos de los espartanos (y de las espartanas por supuesto) no vivían en el dulce hogar que vivimos ahora. Si nacían sanos eran regalados al estado para que fueran criados para la guerra y los dejaban como tres días a la intemperie para ver si iban a soportar la educación de guerrero. Bueno, todo esto si nacían sanos, porque si algún tímido espartanín salía con cierto defecto físico, ¡oh no!, “mucho malo”, lo tiraban al vacío desde lo alto de un monte escarpado. Uh, y que decir de las pobres espartanitas; todo era cuestión de que hubiera una sobrepoblación de mujeres y ¡sopas!, boleto gratis hacia el mundo de Gasparín el fantasma, también. Méndigos espartanos no tenían corazón. Bueno, sí tenían corazón, sino cómo iban a vivir ¿verdad? 

En realidad mi papá no es como un espartano, más bien fue como un espartanito, al que la vida, y mi abuelita Isaura Martina, (y cuidado el que le diga nomás Isaura o nomás Martina; neta que sí se enoja) trataron con mano dura. Mi abuela, esa sí que era una espartana de hueso colorado; en cambio mi abuelo... ah, un duvalín de fresa con avellana. 

Pero le digo que nunca había visto llorar a mi papá, yo pensé que no lloraba, pero no manches era su padre... era mi abuelo, mi abuelín, el gran don Telesforo Cervantes (que en paz descanse o descanse en paz; no importa el orden, lo que importa es que descanse el viejín). 

Sabe, creo que la muerte existe sólo porque la gente llora, porque imagínese usted que todos, todos, toditos, toditititos nos muriéramos de un jalón por causa de algún choque planetario o una bomba atómica. ¿Quién iba a llorar nuestra muerte? Pues nadie. Entonces muerte sin llanto no es muerte. Sería como apagar la tele cuando ya nadie la está viendo. ¿A quién le importa? Pues a nadie. ¿A quién afecta? Pues a nadie ¿A quién hace llorar? Pues a nadie. Pobre Nadie, cómo se preocupa por nosotros. A mí se me hace que el señor de arriba no se llama YHVH —como le dijo a Moisés cuando éste le pregunto: “¿oye y qué onda cuando llegue con estos cuates de Israel y me pregunten cómo te llamas? A pues les dices que ‘yo soy el que soy’, y ya; tú no te hagas mucha bronca Mois—. A mí se me hace que se llama “Nadie”. ¿No lo cree usted? O si no fíjese en las expresiones de la gente: “me siento mal porque no vino nadie” o “nadie me quiere” o ¿no hay nadie?, que en realidad quiere decir: ¿no está el omnipotente aquí?, o mejor dicho: ¿existe un todopoderoso? ¿Me explico? Yo sé que sí. ¿Sí? ¿No? Bueno.

Pero en serio, volviendo a lo de la fotografía, a mí se me hace que el contenido de esa foto debe de ser muy valioso para usted, tan valioso para que esos hermosísimos ojos se irriten del lagrimal de tanto llorar, y esa afiladita nariz se ponga como la del reno de santoclos de tanto segregar mocos. Además, le digo que aquella vez usted lloraba, y por la causa dos. La del dolor sin dolor; la del dolor por la ausencia… ausencia de lo querido; de lo amado. ¡Ay!, no cabe duda que la ausencia, la mera ausencia, el espacio vacuo… ¡la nada!, hace que pensemos en las cosas ¿verdad? La nada. Esa nada que no es nada pero que lo es todo. Esa nada con la que nos encontramos cuando estamos angustiados. Porque es en la experiencia de la angustia cuando pensamos, no en las cosas, sino en la nada de estas cosas… en lo efímera que es nuestra existencia dentro del largo transcurrir del tiempo eterno. Es también en ella cuando sentimos que nos vamos montados en nuestros pensamientos, para llegar de nuevo hasta nosotros mismos, pero ahora con una conciencia que nos grita al oído: “!despierta, no te duermas aun!… el día todavía no acaba”. La nada es el espejo donde se refleja la vida… es el fundamento de la existencia. ¿No lo cree? Es por eso que le digo que ella nos hace pensar en las cosas. Y que recordemos, y a veces lloremos, por tantas sonrisas, tantas miradas, tantos olores que sabemos no volverán. Pero esas son cosas que no pueden volver porque nunca se van… quedan en todo. En nuestro corazoncito de melón, y en los recuerdos de nuestras mentes… en nuestras vidas. Bien dicen: “la vida no es como uno la vive, sino uno como la recuerda”. Y yo recuerdo a mi abuelo, y en mi mente recreo las horas en que me contaba historias fantásticas de cuando andaba en la selva africana junto con Tarzán III, montado en un elefante rosa y salvaron a una princesa de morir en manos de unos caníbales vegetarianos; de cuando fue a la luna en un cohete chiflador que él mismo construyó con pólvora que le había regalado un hijo de Confucio; de cuando fue pescador en Cuba y peleaba contra unos tiburones como de diez metros y… no era cierto. Después de su muerte descubrí que nunca estuvo en Cuba, ni en la selva africana, mucho menos en la luna. Tampoco fue pescador, ni conoció a Tarzán III ni al hijo de Confucio, pero no importa, lo que importa es que no importa lo que importa: nunca me falló. 

Cierro mis ojos y pienso en aquellas noches de invierno, cuando me daba miedo e iba y me dormía junto con él es su catre. Uta, su olor de viejito era el olor de la protección. ¡Adiós Llorona, hasta la vista Freddy Crugger, al ratón le gusta el queso conde Drácula!… “Con mi abuelito todos se la persignan canijos”, pensaba, mientras lo abrazaba y escondía mi rostro entre su pecho peludín, oloroso y confortable. 

Bueno, me está llamando mi mamá para cenar y tengo que dejar de escribir. ¿Le confieso algo? Hace como diez minutos que le vi pasar, a usted, no a mi mamá, y como siempre, pude disfrutar de su aroma de chicle de fresa. Por cierto fue en ese instante cuando dije: “no manches es una Helena... una Helena mexicanota”. Bueno, sólo espero que le vaya muy bien y que “Nadie” me la cuide. ¿A quién? Pues a usted. Bueno, me despido pero no sin antes lanzarle un: Je t´aime (que significa: te amo, pero en francés también) directo al corazón.

Talvez nunca me atreva a dirigirle la palabra personalmente; talvez nunca llegue a saber qué es lo que contiene esa fotografía. De lo que estoy seguro es que mientras usted pueda recordar y llorar por los recuerdos significa que está viva, y la vida es movimiento, y el movimiento es la oportunidad de caminar por un camino… por un camino que tenga corazón… por un camino que sea su camino. Mi abuelo solía repetirme una frase todos las días, antes de que me fuera a la escuela: “!Carpe diem!”, me gritaba desde la puerta. Después agachaba tristemente su rostro y susurraba: “…memento mori”. Es en latín, y su significado contiene las más bellas palabras que hasta hoy he podido escuchar: “Disfruta de este día… recuerda que vas a morir”. Y son estas palabras las que quiero regalarle, ¿las acepta? 

Bueno, no me queda más que decirle gracias, gracias por existir bella mujer, y permítame repetirle que es usted maravillosa… “Si en esta vida no existieran: usted, mis padres (aunque me regañen), mi amigo Joselito, los ‘hermosos recuerdos’ y las películas de Jackie Chan, no quisiera vivir”. Porque la vida no es como uno la vive, sino como uno la recuerda y de usted conservo los más bellos recuerdos… recuerdos de aquél día en que extendió su frágil mano para ofrecerme aquél vaso de agua, aquella mirada… aquella sonrisa azul… 


Atentamente: Yo… ¿No le he dicho mi nombre? ¿Sí? ¿No? Bueno.

lunes, 29 de junio de 2015

HOMO VIDENS

Se apagó la luz… 
Mejor dicho la apagaron, adrede, y el descuido de una cortina maltrecha importunó lo que pudo haber sido una oscuridad total.

El varón que abate su desnudez en la sábana lleva por nombre… no lo sé, alguno talvez, pero qué importa; y ella, que disimula sus pechos con el filo roído de la almohada, ella es… bueno, talvez tampoco importe. Pero parece triste, desilusionada diría yo, como si tuviese atravesada en el corazón una culpa… no lo sé.

Han ido a parar a ese hotel barato a causa de su huida juntos.

Ella llevaba ya más de cinco meses viéndose con él, con ese tipo que desde la primera vez del cruce de miradas le vaticinó una sonrisa a su rostro y le devolvió las ganas de sentir lo que el displicente de su marido ya había olvidado.

Cosa curiosa, pero él nunca le prometió amor, y aun así… 

De nuevo la luz se enciende. Con frialdad él le cuestiona unas lágrimas: 

—¿Qué te pasa? 
—¿Qué me pasa de qué? —responde ella.
—¿Tienes miedo? ¿O acaso sientes pena por ese idiota de tu marido? Imagínate si nos viera aquí, a los dos, tan juntamente y desnudos... disfrutando… A ver si así continua siendo tan paciente como aclamas que es. 
—¡Cállate! 

El menguado viento del exterior remueve silente el ventanal y lo entreabre.

Hay un hombre. Un hombre que discretamente entra a la habitación y se acomoda en un sofá para contemplar con parsimonia aquella escena.

La pareja discute, talvez algún asunto no previsto. El hombre observa silenciosamente, con paciencia, como si esa fuera la mayor de sus virtudes. Hay algo en su mano derecha. Un revólver talvez.

Ella ya se ha calmado; enseguida viene la reconciliación, y de nuevo entre sus piernas se anida el remordimiento hecho carne.

De los ojos del hombre brotan lágrimas; sólo unas cuantas. Su mirada se pierde, y se desmorona en la extensión de aquellos cuerpos que se roban y se injurian con caricias.

Levanta su mano, temblorosa; en realidad sí es un revólver. Lo perfila, con esa paciencia que muchos le aclaman. Un dedo se afianza sudoroso al gatillo.

La pareja continúa la cabalgata de sangre… Dionisio danza sobre la sábana… se embriaga.

El hombre no soporta más. Dispara.

Una bala se le hunde en la sien, y le promete nada más que oscuridad. En pocos instantes el silencio devora los vestigios del estallido de muerte. 

El menguado viento del exterior remueve silente el ventanal y lo entreabre.

Hay una mujer. Una mujer que con arrebato entra a la habitación y se traga un alarido al contemplar con horror la escena: frente al televisor, sobre el sofá, reposa el lastimoso cadáver de su esposo, que se ha quitado la vida de un disparo en la cabeza, por no soportar… no lo sé.

Talvez, al igual que muchas cosas… no importe.

viernes, 26 de junio de 2015

CARTAS PARA UNA HELENA (PARTE II)

Carta 2



Señorita:



¿Cómo ha estado usted? Espero que muy bien. Yo estoy muy feliz porque hoy me saqué un diez en la tarea de geografía. La profe Obdulia dice que soy muy inteligente pero no es que yo sea inteligente lo que pasa es que simplemente hago las tareas. A veces pienso que si uno hace lo que otro quiere que haga, éste lo considera inteligente. Además la tarea estaba bien fácil, era escribir el nombre y hacer el dibujo de cada uno de los planetas en una cartulina; y como le digo me saqué un diez… un tremendo diesón, porque los hice todos, toditititos. Los demás niños dibujaron: Mercurio, Venus, Marte, Júpiter, Urano, Neptuno y Plutón. Pero ¿y la Tierra? Hay gente a la que se le olvida el planeta donde vive; es como si no lo tomaran en cuenta. La Tierra, ese planeta tan hermoso, tan azul, tan único. Digo tan azul porque en el libro de geografía miré una foto de ella. Era azul. Azul como el color azul. Como el más azul de todos los azules. Era una foto hermosa. Hermosa como todo lo hermoso. Como lo más hermoso de todo lo hermoso. Así era la foto.

Pensé: “no hay otro planeta más bonito como el que tenemos nosotros”, pero después me dije: “pero cómo lo sabes si nunca has ido a otro planeta”. Un día soñé que había ido a Marte. Mi amigo Joselito iba conmigo. Recuerdo que según en el sueño yo era el que manejaba la nave y Joselito le movía a unas palancas de colores y le aplastaba a unos botones que tenían lucecitas brillantes. Unas lucecitas que me hicieron recordar muchas cosas. Primero me recordaron sus dientes, pues déjeme decirle que tiene unos dientes tan bonitos que a veces pienso que brillan, que brillan como los diamantes. Nunca he visto un diamante en toda mi vida, en la vida real, pero los he visto en las revistas y sé cómo son. Son brillosos como sus dientes y tienen muchos cortes muy dedicados. El otro día mi tío Candelario me dijo: “¿sabías tú sobrino, que los diamantes valen según el número de cortes que tengan?” Entonces rápidamente pensé en el señor de la carnicería de a lado, don Toño. Tiene las manos llenas de cicatrices de tantas cortadas que se ha dado. “Este señor sí que vale mucho”, pensé. 

Otra cosa que me hicieron recordar las lucecitas fue la vez que viaje en autobús con mi mamá. Era de noche y afuera no se miraba más que la noche. Yo iba enfadado de mirar puro negro cuando de repente ¡tara tan tan tan taaaaan! Aparecieron tras mi ventana. Eran las lucecitas de la ciudad próxima, que brillaban tan intensamente como suelen brillar sus dientes y los botones de la nave intergaláctica en la que viajé a Marte. Cuando soñé.

En mi sueño, la nave llegó a la superficie marciana y se estacionó. No batallamos para nada. No como se batalla aquí en la Tierra para estacionarse de tanto carro que hay. “Por eso no compra carro tu padre”, dice mi mamá, “porque es una batalla para estacionarse”. Piensa que le creo, lo que no sabe es que yo sé que no compran carro simplemente porque no tienen dinero. Que pobres pobres. ¿Verdad? Por lo menos mi mamá. Ella sí que es pobre. Porque hay pobres que tienen su pobreza, y la pobreza es algo, ¿no lo cree? En cambio ella es más pobre porque no tiene riqueza y dice que no tiene pobreza. ¿Entonces que tiene?, me preguntó yo, en mis largas y profundas meditaciones que llevo a cabo desde la comodísima taza de hacer del dos de mi santuario de relajación.

Se abrió la compuerta de nuestra nave y nos bajamos Joselito y yo.

Por cierto, ¿ya sabe quién soy yo? ¿Si logró recordarme? ¿Sí? ¿No? Bueno. Ojalá que me haya ubicado ya, si no ni modo. No importa. Bueno si importa pero no importa. Usted pensara: “pero que niño tan contradictorio”, pero no es eso, lo que pasa es que si no se acuerda de mí no es importante. Sé que si no me ubica por lo menos me recuerda por la carta que le mandé el otro día. Todo lo que le escribí es cierto. Siempre pienso en usted, en toda usted. En su caminar tan de prisa y a la vez tan lento, en su sonreír tan hermoso y a la vez tan triste, en la mirada de sus ojos verdes tan desafiante pero a la vez tan noble... en qué pasaría si yo fuera grande, tan grande que pudiera decirle directamente con una voz de galán de película francesa (pero en español, para que me entienda): “le amo hermosa mujer; aunque usted sea una puta, yo le amo y no me importa el mundo”.

En realidad sí me importa el mundo, es donde vivo y debe de importarme, pero no me refería al mundo como planeta sino como gente: el mundo de gente, o la gente del mundo. Da igual.

El mundo como planeta, le decía, es tan hermoso, tan azul, tan único. Y a veces nos vale wilson y lo contaminamos con nuestros ruidos de voces que no dicen nada y que sólo ensordecen. Con nuestros gritos humanos que sólo llaman lo que no escucha; con nuestras pisadas hondas que lastiman la tierra que tan dulcemente nos brinda su suelo porque creemos que es nuestro. Pero no lo es, es de todos y a la vez de nadie. De seguro usted volverá a pensar: “pero que niño tan contradictorio”, pero no es eso.

Un día, había estado lloviendo. Me gusta ver llover. Cuando estaba más chico pensaba que llovía porque Dios estaba triste y lloraba. Ahora pienso: “pero cómo no va a estar triste con tantas pendejadas que cometemos los humanos”. Estaba lloviendo y yo miraba caer la lluvia por los tejados de los departamentos de enfrente. Miraba las gotas que lamían las ventanas. Gotas gordas, gotas flacas, viento, brisa, lluvia... una sinfonía de sonidos del agua que caía y que me traían serenidad para poder pensar en usted, y de vez en cuando en mi abuelín. De repente llegó él. “Lágrima”. Y como llegó se fue. Era un gatito pequeño, grisecito, con rayas blancas, que temblaba porque estaba empapado. Se había aferrado al marco de la ventana, como que cayó del techo, como una gota. Por eso le puse “lágrima”. Lo tomé entre mis manos y lo metí a la casa. Lo sequé con una toalla y le quité las lagañotas verdes que traía. Fui al refri y agarre unas salchichas, se las di y se las comió como si no hubiera comido en días, fue entonces cuando pensé que quizá realmente no hubiera comido en días. 

Toda la tarde jugué con él. Le amarré un pedazo de tela azul en el cuello, como si fuera una capa de luchador y jugué a las luchitas con él. También lo hacía que volara como “Superman” por los aires; era bien ágil. Me encariñe mucho con él, tanto, que esa noche durmió conmigo; esa única noche en que pude sentir su cuerpecito peludito cuando lo abrazaba. Esa noche se recogió entre mis brazos pero ya no despertó. En la mañana que me levanté él ya estaba tieso tieso, se había muerto, al parecer en la madrugada y no sé por qué. Entonces comprendí que el gatito no era mío, podía jugar con él pero no era mío. Nunca lo fue. 

Es increíble el terrible sentido de posesión que tenemos todos, todos, todos los humanos. Creemos que todo es nuestro, porque cuando nos referimos a algo siempre decimos: “mi calle, mi escuela, mi país, mi maestro, mi vecina… etc.”. Pero sabe, he llegado a pensar que es al revés, que nada nos pertenece; que incluso hasta nuestros pensamientos no son nuestros. Porque lo que pensamos siempre es pensamiento de algo o sobre algo ¿no lo cree? En ese sentido lo que pensamos no surge de nuestra cabeza sino que viene de afuera; y si viene de afuera para adentro quiere decir que no nos pertenece. Nos lo apoderamos; y si nos lo apoderamos quiere decir que no es de nosotros. Vuelve mi pregunta: ¿no lo cree? ¿Sí? ¿No? Bueno.

Pero le digo, pensé que el gatín era mío, pero no era mío. Era del mundo, de la naturaleza y algunos piensan que de Dios. De igual manera en que el mundo, el planeta, es de todos pero no es de nadie, de igual manera en que usted parece ser de todos pero en realidad no es de nadie, pues usted es del mundo, de la naturaleza… de Dios.

Los seres vivos pertenecen a la vida, y la vida es todo. El todo que engloba todo, todito; y el problema es que la gente se toma muy a pecho eso del “mí”, y cree que le pertenecen las demás gentes y las cosas. Ellos no saben que todo es prestado, hasta uno mismo. Y en ese estarse peleando por lo demás, se les olvida disfrutar de las cosas que nos presta la vida; se les olvida que todo está de paso y se aferran a lo que creen les pertenece. Y no recuerdan que el chiste es disfrutar, sí, disfrutar. Olvidan eso, porque no disfrutan las cosas que desean, sino que desean desear, y eso es todo.

Le decía que nos bajamos de la nave. El suelo de Marte era, en mi sueño, como de arena, no como arena de playa sino como arena de desierto. Nunca he estado en un desierto, pero los he visto, en la tele y en las fotos. Había marcianos, muchos. Digo que eran marcianos porque estábamos en Marte, aparte que nos dijeron (en un español intergaláctico con acento marcianesco): “bienvenidos hermanos terrícolas, los hermanos marcianos les damos la bienvenida”. Tenían tres ojos (pero una nariz) y eran verdes, tan verdes como todo lo verde. “Que buena onda que sean hermanos”, pensé. En realidad ya lo había sospechado, porque todos se parecían. De repente salió un marciano viejito. ¿Puede usted imaginar un marciano viejito? Era el presidente de la comunidad marciana. Nos vio. Nos vio de pies a cabeza o de cabeza a pies. Da igual. “Su planeta es el mejor de los planetas y a la vez el peor”, dijo. “Es un planeta que tiene todo, todo, todo: agua, aire, plantas, capa de ozono, bosques, mujeres hermosas, todo”, expresó, con una melancolía marciana que no podría describirle. “Nosotros no tenemos nada, mas que nuestro color verde y nuestros tres ojos. Con ellos vemos lo que ustedes no pueden ver. Ustedes tienen todo, son afortunados. Pero de qué les sirve si no ven lo que tienen. De qué les sirve si no son felices, porque quieren más sin ni siquiera disfrutar lo que tienen. Por eso están ustedes aquí. Porque quieren conocer lo lejano sin tomar en cuenta lo que tienen en la palma de la mano. Porque quieren conocer el secreto del universo, sin darse cuenta que el secreto del universo está escrito en todas las cosas, en todas. La vida es todo. ¿Quieren descubrir el sentido de la vida? Aprendan a ver. A entender. A sentir. Porque cuando aprendan eso, aprenderán a quererse. Entonces comprenderán que el secreto del universo, el sentido de la vida, está escrito en un granito de arena, en la sonrisa de una flor que se abre con el mediodía, en las minúsculas manos de una mujer, en el zumo de una lima, en la hormiga que carga la hoja seca… en cualquier cosa que puedan ‘ver, entender… sentir’”. Terminó de hablar. Lloró. Lágrimas azules. Fue entonces cuando desperté y pensé en usted, en el sentido que le da usted a mi vida; en las ganas de vivir que me dan su hermosa sonrisa y su olor a chicle de fresa. Si en esta vida no existieran: usted, mis padres (aunque me regañen), mi amigo, los hermosos recuerdos y las películas de Jackie Chan, no quisiera vivir.

Busqué un cuaderno y una pluma mientras pensaba: “debes de escribirle de nuevo, talvez le haga bien el saber que hay alguien que vive de su sonrisa y su aroma”. Ese es el motivo de esta segunda carta. Sabe, ojalá algún día usted me “vea”.


Atentamente: El niño que encontró en su sonrisa el secreto del universo y el sentido de la vida... mi vida. 



P.D. ¿Se acuerda que le dije que le vi a usted abrazando una fotografía mientras lloraba? ¿Sabe lo que pienso? Creo que en esa foto está el sentido de su vida. Sé que usted lo sabe. Le amo y cuídese.

jueves, 25 de junio de 2015

EL REGALO DE ELÍ

Cuando Elí cumplió seis años su mamá le organizó una super fiesta: dos brincolines de dimensiones monstruosas; un pastel de chocolate de tres pisos; bolsas con infinitos dulces, y una enorme piñata con la forma de la cara de su abuelita. Bueno. Talvez exagero… si hubo fiesta. Sin brincolines, ni pastel, ni dulces… ni piñata. Pero sí hubo.

Ese día la madre y las tías celebraron al niño tomando café y comiendo adictivas galletitas de mantequilla, en una tarde de verano tan hermosa e inolvidable, que si habría de ser catalogada, los expertos no hubiesen titubeado en llamarle La Tarde del Candor. 

Su prima Layla, eternamente atenta y detallista, le regaló un cubo de Rubik y Elí fue el niño más feliz sobre toda la faz de la tierra. Y así transcurrió la fiesta. Regalo tras regalo: libros, colores, pegatinas y juegos geométricos... Más de lo que aquél infante hubiese imaginado. Entonces Elí pensaba constantemente sobre su gran fortuna, y en toda la serie de actos benévolos que tuvo que haber reunido ante los ojos de mamá, para que su corazón fuese tocado y le premiara con tan grandes agasajos.

Casi al finalizar el día, Layla le llamó al jardín. La pequeña mujercita sonreía y le jalaba del brazo desesperada para guiarlo hacía fuera.

—¡Quiero que veas algo! — decía exaltada.

Elí, lleno de curiosidad se dejaba conducir, y fue entonces que estando fuera… lo vio.

La barba, como siempre, le hacía lucir como un viejo desaliñado. Sin embargo, había un brillo radiante en sus ojos y una sonrisa nerviosa que era increíblemente difícil de disimular.

—Feliz cumpleaños, Elí —dijo Layla señalando al hombre en el jardín—este es el verdadero regalo que quería darte.

El extraño hombre, nervioso se frotaba las manos y miraba al niño con amor desbordante, mientras Elí no pronunciaba palabra. Inerte, en su interior peleaba contra sí mismo, tratando de decidir si corría a los brazos de aquel visitante.

—Pensé que te gustaría que él viniera a verte en este día —siguió la mujercita, cómo orgullosa de su logro.

Elí seguía inerte. Sorprendido. Entonces el hombre decidido rompió el silencio.

—Sólo vine a decirte que eres lo que más he amado en toda mi… vida.

Tras escuchar estas las palabras, Elí lloró, pero el grito de su madre que le buscaba aún dentro de la casa le precipitó a limpiarse rápidamente las lágrimas.

—¿Lo sabes, Elí? —preguntó el hombre con voz suave.
—Lo sé, papá.

Los gritos de la madre cada vez se aproximaron más. Fue entonces que, ante los ojos de Elí, aquella figura se fue difuminando… poco a poco, y desapareció.

—¡Aquí estás, corazón! —exclamó la madre al ver al niño en el jardín.

Elí, con ojos llorosos, sin hablar se dirigió hacia ella, y la madre lo abrazó. Cuando el niño sintió aquellos brazos rompió en llanto.

—¿Pero qué tienes, amor? —reconfortaba la mujer. —¿Qué hacías solo en el jardín?, vamos, vamos, es tu cumpleaños y tus tías están aquí para acompañarte.

La mujer llevó de nuevo al niño dentro de la casa. Dentro, Elí corrió hacia una ventana, y pegando su frente en el cristal miró hacia el jardín, buscando a Layla.

Afuera, la mujercita, eternamente atenta y detallista le sonrió con amor, al tiempo que agitó su mano para despedirse… y también se difuminó.

Y Elí sonrió.

miércoles, 24 de junio de 2015

TU RISA

Tu risa se me antoja un manantial pletórico
una parvada de aves en confusión

algo así como magia entre dientes
que da vida a la brisa imaginaria
de la que te rodeas al momento de encender motores

al momento de sonreír tan ingenua y bella
ignorante de los efectos de esa sonrisa

que se conjuga con mirada
mirada hermosa
de niña diosa
de princesa